27/11/2024
La historia que les voy a contar me la compartió mi abuelo, un hombre que vivió muchas experiencias, pero ninguna como esta. Hace años, en el centro de Guadalajara, existía un lugar conocido como el Edificio Arroniz, que hoy alberga la Secretaría de Cultura de Jalisco. Sin embargo, mi abuelo lo conoció en una época muy diferente, cuando era un cuartel militar. Antes de eso, había sido un seminario, y mucho antes, el convento de Santa Mónica.
Mi abuelo fue parte del ejército y trabajó en el Cuartel Colorado, en Guadalajara, hasta que lo trasladaron al Edificio Arroniz. En su nuevo puesto, él tenía la tarea de ser custodio en la entrada. Durante el día, todo era tranquilo, pero la rutina cambiaba cuando le tocaba el turno nocturno. Cuando llegaba a la entrada al anochecer, ya no había nadie más, solo los guardias que daban rondines por los pasillos. Al principio, todo parecía normal, pero una noche, algo extraño ocurrió.
Esa noche, al llegar, mi abuelo notó que no solo había militares, sino también civiles, algo que le resultó curioso, pero decidió no hacer preguntas. Poco después, se enteró de que, durante unas reparaciones, se había descubierto un pasillo oculto detrás de un muro, probablemente de la época del convento. Los militares no querían que el INAH ni otras instituciones se enteraran, ya que temían que entorpeciera su trabajo.
La noche siguiente, mientras mi abuelo hacía su rondín, vio algo extraño en el patio central. Al principio pensó que era un intruso, pero al acercarse con su linterna, la figura desapareció. Intrigado, corrió hacia las escaleras, pero cuando llegó al pasillo que conducía al sitio donde se había descubierto el túnel, vio nuevamente la figura. Esta vez, era una monja que le daba la espalda. Flotaba como si no tocara el suelo y se metió en el pasillo. Mi abuelo, sin pensarlo dos veces, decidió entrar detrás de ella.
Lo que encontró dentro fue mucho más de lo que había imaginado. Al final del pasillo, se encontraba un muro con un agujero lo suficientemente grande como para entrar. Al mirar a través de él, vio un lugar extraño, una capilla que había quedado oculta entre el convento y el edificio. En su interior, había figuras religiosas, urnas funerarias, y lo que lo dejó sin palabras: en las paredes, nichos con pequeños cráneos de bebés.
Confundido y asustado, mi abuelo escuchó las voces nuevamente. Esta vez, pudo distinguir que rezaban, pero no había nadie más allí. Aterrorizado, salió de la capilla y se desplomó en su silla al regresar a su puesto. Sus compañeros, al verlo tan alterado, le preguntaron qué había sucedido. Mi abuelo les contó todo lo que había vivido esa noche, y lo que le sorprendió aún más fue la reacción de sus compañeros. Nadie se mostró escéptico ni lo ridiculizó. Todos lo miraron con un aire de tristeza y, con un susurro, uno de ellos dijo: 'Esa monja que viste, todos la hemos visto y escuchado. Lo que pasó aquí, hace mucho tiempo, no se olvida. Cuando demolieron el antiguo convento, encontraron en las paredes los huesos de los bebés que las monjas habían tenido, y que ellas mismas ocultaron para ocultar su pecado.'