17/02/2025
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AMELIA, LA PEQUEÑA NIÑA QUE EL MUNDO OLVIDO. Lee esta historia, te conmoverá.
Amelia tenía apenas siete años cuando el mundo se derrumbó a su alrededor. Perdió a su madre en un accidente de tren, y su padre había mu**to mucho antes de que pudiera siquiera recordarlo. Nadie en la ciudad quería hacerse cargo de ella; era solo una carga más, un gasto innecesario para aquellos que ya vivían con lo justo. Sin embargo, una vecina, la señora Ramírez, decidió tomarla bajo su techo, no por bondad, sino porque sabía que le pagarían por cuidar a la niña.
La casa de la señora Ramírez era oscura y siempre fría. Amelia dormía en un rincón del ático, sobre una pila de trapos viejos. Todas las mañanas, antes de que el sol siquiera saliera, la pequeña debía limpiar la casa, fregar los pisos y preparar el desayuno. Si cometía el más mínimo error, un bofetón o un tirón de cabello era su castigo inmediato.
"Tu madre no vale nada, por eso estás aquí. Tú tampoco vales nada", le repetía la señora Ramírez con una crueldad que perforaba el alma de la pequeña. Amelia no respondía; en el fondo creía que tal vez tenía razón. Nadie la quería, ¿qué otra prueba necesitaba?
El hambre era su compañía constante. Solo recibía las sobras que quedaban, si es que había algo que quedara. Veía pasar los días desde la pequeña ventana del ático, deseando correr, jugar como los otros niños en la plaza, pero el mundo fuera de esas paredes parecía un sueño inalcanzable.
Una noche particularmente fría, después de haber pasado todo el día limpiando y cocinando para la señora Ramírez y su hijo, Amelia no recibió nada de comida. Su estómago rugía de hambre, pero cuando intentó pedir aunque fuera un pedazo de pan, la señora Ramírez la arrastró de los cabellos hacia la puerta trasera.
"Si tanto te gusta la basura, ¡come de aquí!", le gritó, tirándola fuera, donde el viento helado cortaba la piel como cuchillas. Amelia, temblando de frío y miedo, buscó entre los desperdicios algo para llevarse a la boca, pero lo único que encontró fueron restos podridos y malolientes.
Esa noche, la niña no pudo regresar a la casa. La puerta estaba cerrada con llave, y sus pequeños golpes y súplicas quedaron ignorados. Abrazada a sí misma, se acurrucó junto a los botes de basura, esperando que el frío no la matara.
Con el amanecer llegó la señora Ramírez, molesta por el ruido de un gato que había pasado la noche buscando comida en los botes. Al ver a Amelia tirada en el suelo, temblando, apenas consciente, solo murmuró: "Ni para morir sirves, mocosa".
Pasaron los días, y el cuerpo de Amelia comenzó a fallar. Cada vez estaba más débil, más delgada. Las tareas diarias se convirtieron en un sufrimiento insoportable, pero si intentaba descansar, la señora Ramírez la castigaba aún más. Las noches eran las peores; el hambre, el frío, la soledad, todo se mezclaba en un dolor interminable. A veces soñaba con su madre, con su abrazo cálido y suave, y despertaba llorando al darse cuenta de que nunca volvería.
Una mañana, Amelia no se levantó. La señora Ramírez, enfadada, subió al ático dispuesta a arrastrarla fuera de la cama, pero cuando intentó moverla, notó que el pequeño cuerpo de la niña estaba helado, inmóvil. Sin un gramo de compasión, simplemente suspiró y dijo: "Qué inútil has sido hasta para sobrevivir".
No hubo funeral para Amelia. No hubo flores ni palabras de despedida. Su cuerpo fue enterrado en una fosa común, sin nombre ni recuerdo. La vida siguió como si la pequeña nunca hubiera existido, y en la casa de la señora Ramírez, todo volvió a su rutina. Sin embargo, el eco de una vida rota permaneció en cada rincón de aquella casa oscura, en los susurros del viento helado que golpeaba las ventanas y en la mirada vacía de quienes alguna vez habían cruzado su camino.
Amelia se desvaneció del mundo, víctima de una injusticia que nadie vio, que nadie escuchó, y que nadie jamás recordaría.
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