21/01/2025
Había una vez un gato llamado Sombra, de pelaje negro como la noche y ojos dorados que brillaban con la intensidad de una llama. Vivía en un pequeño apartamento en la ciudad con Clara, su dueña, una mujer cariñosa pero extremadamente protectora. Clara lo amaba tanto que jamás lo dejaba salir de casa. “Es por tu bien, Sombra”, solía decir mientras cerraba la ventana. “Ahí fuera hay peligros que no entenderías”.
Pero Sombra no lo veía así. Desde que tenía memoria, había sentido una atracción inexplicable hacia el mundo exterior. Miraba las aves volar, escuchaba los sonidos de los coches y las risas de los niños. Su corazón latía con fuerza cada vez que veía las hojas de los árboles moviéndose con el viento. La libertad estaba ahí, a solo unos pasos, pero para él era inalcanzable.
Con el tiempo, ese deseo se convirtió en obsesión. Por las noches, cuando todo estaba en silencio, Sombra se sentaba junto a la ventana cerrada, arañando el cristal mientras miraba la luna. En su mente, soñaba con correr por calles abiertas, sentir el viento en su cara y oler el aire fresco. Pero cada día despertaba atrapado en las mismas cuatro paredes. La frustración lo consumía.
Una tarde, Clara dejó la puerta entreabierta por descuido mientras sacaba la basura. Sombra lo notó de inmediato. Su corazón se aceleró. Esta era su oportunidad, la que había estado esperando durante años. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo. El mundo que siempre había soñado estaba frente a él: el asfalto bajo sus patas, el aroma de los árboles lejanos, el murmullo de la ciudad. Era hermoso, pero abrumador. Todo era más grande, más ruidoso y más rápido de lo que había imaginado.
Sombra corrió sin rumbo, embriagado por la sensación de libertad, pero pronto el mundo mostró su cara cruel. Un coche pasó rugiendo junto a él, y el ruido lo hizo saltar de miedo. No entendía las reglas de ese lugar extraño, y su instinto de exploración empezó a mezclarse con el pánico.
Y entonces ocurrió. Mientras intentaba cruzar una calle, un auto apareció de la nada. El conductor no tuvo tiempo de frenar, y Sombra, desorientado, no pudo reaccionar. Todo pasó en un segundo. Un golpe, un chillido, y luego el silencio. El mundo se detuvo.
Clara, que lo había estado buscando desesperadamente, llegó corriendo justo a tiempo para verlo tirado en el asfalto. Lo tomó en sus brazos mientras lágrimas caían por su rostro. “Te lo dije, Sombra… te lo dije…” murmuraba entre sollozos. Pero él ya no podía escucharla.
En ese último momento, mientras la vida se escapaba de su pequeño cuerpo, Sombra miró al cielo y vio la luna. La misma luna que había contemplado tantas veces desde su ventana. Aunque su final había sido trágico, por un instante sintió que había logrado lo que siempre había deseado: conocer el mundo, aunque fuera solo por un breve y fugaz momento.
Clara lo enterró en el jardín de su madre, bajo un árbol donde las aves cantaban por las mañanas. Cada vez que veía la luna, pensaba en él, en su espíritu indomable y en el precio que había pagado por su libertad. Y aprendió una dura lección: a veces, el amor puede ser una jaula, aunque esté construido con las mejores intenciones.