20/07/2021
ALERCE N°83, JULIO DE 2021. DIRECTOR: DAVID HEVIA.
PAULINA SEPÚLVEDA, LA BELLA BÚSQUEDA DE COLOR EN LOS VERSOS
Nacida en Santiago de Chile en 1983, Paulina Sepúlveda Pérez forjó una dimensión de su andar por la plástica en la Escuela de Artes Aplicadas Oficios del Fuego, y entre una y otra pincelada la textura de su obra imprime en el color poemas como estos que la gaceta Alerce publica a continuación.
La oscuridad aproxima su llegada
Tragando a bocanadas lo que queda del día
¿Y de mí qué queda?
La belleza de las nubes rosadas
Adentro
El apetito de pintar
El rechazo de la invitación
Que me hace
Un atardecer inminente
Adentro
Vivo la batalla en el reconocimiento de una gloria solitaria
Mastico el triunfo
Y en mi lengua
La textura de un momento
Se repite
Como un molusco
Mis labios se cierran
Abrigando su memoria
Profunda
***
Busco en mí
Ese lugar
Donde alguna vez habitó
Esa parte de mí
Me ubico en posición fetal
Intentando encontrarla
Y el vacío responde
En mi memoria
Esa parte de mí se ha ido
Y en mí mirada
Se dibuja
Su ausencia
Mi piel registró
El paso de mi tiempo
Con ella
Mi carne generosa
Y deshabitada
Suelta
En un hálito
La congoja de buscar lo que no encuentra
***
En el primer amanecer de invierno
Un cielo suave cubre la ciudad
Entre la cordillera
Y los transeúntes
Se escurre el vaho
De la respiración humana
Hay algunas herramientas móviles
Que dicen llevar
De un punto
A otro punto
Hay algunas acciones
Que se proclaman
Sobre un sentido
El disfraz permea los momentos
Para no reconocer la indiferencia
En el paisaje de lo que somos
Si la voluntad se nos apaga
Podemos morir
O algo peor
Podemos morir dentro de lo que somos
Dentro de esta cáscara
Se enmarañan las ideas que envuelven al ser
Invitado a vivir el riesgo de vivir una vida
En la invitación están escritas las siguientes indicaciones
Seduce
Explica
Provoca
Y por un momento se revela
Lo que somos
Y lo que evitamos ser
Para seguir siendo
Paulina Sepúlveda Pérez
OMAR LARA (1941-2021)
Poeta, traductor y editor, Omar Lara Mendoza es autor de una obra que integra ya el acervo literario nacional, forjando escuela para las nuevas generaciones de escritores en el país. Fundador del grupo Trilce y de la revista del mismo nombre, su incansable quehacer en el ámbito de la cultura y de las letras le valió el temprano reconocimiento de sus pares. “Omar Lara llegó a la poesía chilena a poner puntos sobre las íes, a poner los puentes bajo los ríos, los crepúsculos a la vera de los caminos de tierra, a poner la lluvia en la madera y en los papeles sueltos en el aire”, señaló sobre su trabajo Fernando Alegría, quien observó, asimismo, que el vate nacido en Nalalhue “llegó a señalar los límites de La Frontera no a gritos, como se hacía antes, sino con voces que no siempre son palabras; más bien dicho, con silencios entre las frases y largas cascadas de color blanco estirando sin fin la extensión de sus breves poemas”.
Del emblemático grupo Trilce, su creador diría que “nació solamente para jugar un poco y no aburrirnos en el invierno valdiviano. Pero vino la revista, vinieron los encuentros, vinieron las publicaciones individuales y colectivas. Solo vinieron, como el aire o la lluvia”. Luego del Golpe Militar, el poeta estuvo preso y pronto iniciaría el exilio; en Perú primero y finalmente en Rumania, donde se graduó en Filología en la Facultad de Lenguas Romances y Clásicas de la Universidad de Bucarest. Esa época constituyó, además, el punto de partida de una serie de galardones, entre los que cabe destacar el Premio Casa de las Américas de Cuba (1975), el Premio Internacional Fernando Rielo (1983), la Medalla Mihai Eminescu en Rumania (2001), la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda (2004), el VII Premio Casa de América, de España (2007), y el Premio Nacional de Poesía Jorge Teillier (2016). Autor de obras como Argumento del día (1964), Oh, buenas maneras (1975) y Papeles de Harek Ayun (2007), la gaceta Alerce señaló en su número 76 que Omar Lara es responsable de “versos que trazan la imagen con suaves pinceladas”.
David Hevia
EL DESINCONSTITUCIONALIZADOR
Un espíritu inclinado a aspirar muy en puntas de bototo humos de fumadero habrá notado, en la alta hora del trasnoche independentista, que después de las tinieblas no puede venir sino la luz, tal y como un alma aficionada a los malentendidos creyó todavía mejor afirmar que esa independencia se defendería sola, o por la razón o la fuerza, siendo que un lema mucho más certero, cabal, imperecedero, es el que de lunes a viernes, y de lunes a domingo, inclusive, brota del pecho del ciudadano emprendedor cada vez que le toca admitir que en este país nada hay que se le compare, señoras y señores, damas y caballeros, a llegar del trabajo a la casa. De hecho, si a Miguel le correspondiera una atribución como esa, la de reescribir la cinta que por debajo del escudo pisa por un lado el caballo y por el otro la paloma, mañana mismo le pediría a la María bordar ahí, con alambre de púas, que nada se compara a llegar del trabajo a la casa, de acuerdo; pero no a los treinta, a los cuarenta o a los cincuenta años, cuando el cuerpo aún responde a estímulos que valen la pena, sino a su edad, a la de sus míseros setenta años.
La puerta se cierra y con ese acontecimiento la jornada que acaba de pasar queda por fin del lado que la justicia doméstica le impone: afuera. Adentro, donde los resabios finales de hoy se mezclan involuntaria y tristemente con las aprensiones de mañana, los caminos de uno y otro se separan: mientras Miguel parte a desplomarse a lo largo del sillón Luis XIV de la suite, la María se instala como la reina y soberana que es, ha sido y será del salón, sobre su taburete favorito del bar. Aquí uno afloja prendas de vestir; allá el otro la tapa rosca de la botella que recetó Jaime, el médico, para esta semana, y así es como pasan las tardes: parafraseando al poeta, igual que cheques en manos de hombres generosos… Así llegan las noches, también, con la puntualidad obsesiva de un tic nervioso, a integrar la rutina que este último tiempo, en horario de invierno, los junta en el comedor para cenar y los separa una vez más —uno al sillón Luis XVI de la suite, el otro a su taburete favorito del bar—, cuando el minutero con incrustaciones de zafiro en la muñeca de Miguel parece trabarse entre las incrustaciones de zafiro del nueve y las del diez, y la saciedad, aparte de aletargar el cuerpo, masajea poco a poco la mente. ¿Son tan míseros, al fin y al cabo, sus setenta años? En un sentido, piensa Miguel; en un sentido literal, vuelve a pensar, esta vez con un cigarro nuevo entre los dedos, es como lo manifestara tantos siglos atrás nadie menos que el mismísimo Ovidio, al que la abundancia también lo hizo pebre.
Al que la abundancia también lo hizo pobre.
—Oye, viejo —le dice como siempre, desde el salón, la María. Se lo dice con la entonación y el volumen que usó ayer, hace una semana y el mes pasado, sin rastros de sorpresa o de reproches en la voz, solo la evidencia de haberse rebajado a sintonizar por un par de segundos el noticiero local, masoquismo que le anuncia a Miguel, con todas sus letras, de la primera a la última, la frase que sigue—, fíjate que de nuevo estos jetones pretenden acusarte constitucionalmente.
De Tacna a Campos de Hielo Sur, de Mendoza al mar, no existe ni podrá haber palabra más bendita que esa, pronunciada a duras p***s, no por, sino a pesar de la lengua traposa de la María: constitucionalmente. Qué puede importar el resto, cuánta sorpresa y cuál reproche haber si esperar algo distinto, original, es imposible. Por las paredes cavernosas de la memoria de Miguel restalla el eco de la recomendación que le hiciera su tío, el Cardenal Mazarino, cuando posando en su rodilla una mano hecha de ramas y hojas secas le dijo escúchame bien, sobrino, ¡escúchame!; si a pesar de tu inteligencia y contra todo sentido común decides un mal día meter los codos en política, asegúrate de llevar un espejo delante de ti, para poder observar lo que sucede a tu espalda, advertencia que a la postre vino a encabezar la interminable lista de consejos ¿ignorados?, no, ¿desatendidos?, quizás, por ingenuidad o por el orgullo de no querer sacar con ademán histérico un retrovisor de su manga y ver que por la derecha, por ejemplo, los puñales están más cerca de lo que aparentan. Ahora es otra voz, ya no el timbre beato de su tío, la que se esmera en agregar a aquella lista suya el mejor de los peores consejos posibles (¿o es el peor de los mejores consejos posibles?): renunciar, tirar la bandera, arrear la toalla. Suena fácil, suena demasiado simple; se quitaría un peso monumental de encima, pero ¿a costa de qué? De no reconocerse a sí mismo en el trayecto, como si fuese otro, un imitador, un impostor, un payaso el que estuviera renunciando por él. Y ¿renunciando a qué? A su —legítima— compensación por años de servicio? ¿A su finiquito legal? La voz habla, se desdobla, con frecuencia se multiplica y asemeja un coro, entonces Miguel siente que es capaz de vislumbrar con absoluta claridad quiénes la componen, porque al principio es un zumbido de millones, diez, quince, veinte millones; luego, como pájaros que se desbandan a fogonazos, la multitud disminuye, se vuelve cientos de miles, decenas, un millar, y de lo que partió siendo una masa colérica e informe emergen, nítidos, siete u ocho rostros familiares, con suerte una docena, que más que renunciar le sugieren dulcemente descansar. Y Miguel, complaciente, obedece. Suspira, bosteza y, con lágrimas en los ojos, murmura:
—Al rey de la constitucionalidad, lo quieren inconstitucionalizar…
Él y el sillón crujen cuando se levanta de un empujón. Tambaleándose resiste el mareo, porque ha llegado la hora de resolver, de pie, un asunto de mayor importancia: ¿dónde habrá quedado el encendedor…? Podría perfectamente ir a la cocina y quedarse fumando ahí, o en el salón, con la María, pero no es a esos rincones que el destino lo llama: camino al baño se deja arrebatar, con la puntualidad compulsiva de las noches, por el tic nervioso que en la penumbra del pasillo lo hace bailar una coreografía que parece urgente, por lo irrefrenable, y alegre, por la gracia que su cuerpo impone a cada paso. Iluminado por los focos que enmarcan su reflejo en el espejo, Miguel se aferra a los bordes de mármol negro del lavabo: allí, esperando que alce la vista, aguarda el imitador de su juventud, ese impostor que a través de arrugas, pliegues y surcos lo mira sin ofrecer sonrisas, solo dos cráteres bajo las cejas que amenazan conducirlo a ese abismo sin solución, a ese problema sin fondo que es el pasado. Una gota de sudor frío rueda por su frente, cae de su sien izquierda al bolsillo de su camisa y, palpando la zona, Miguel festeja: encontró el encendedor.
—El que lo inconstitucionalice… —dice, y sosteniendo una mano con la otra, encaja el cigarro entre los dientes más firmes de su placa. Cuidadosamente, a continuación sube la llama, lo enciende y sonríe mirando al frente. El impostor, sin embargo, también sonríe, ¿por qué…? Miguel no tarda en descubrirlo: porque acaba de verlo encender el cigarro por el filtro, María, y no por la punta.
De repente, sin que él se lo pida, la vida le obsequia a Miguel la oportunidad de reconocer un error y, habiéndolo reconocido, poder rectificarlo. Pues bien, ahora va a fumar su cigarro tal y como está, quemará el filtro hasta sentir que aspira tabaco, y entre tanto, mientras los punteros de su reloj se constelan en torno a las incrustaciones de zafiro del once, saca del cajón inferior del vanitorio, ese en que la María guarda cremas, lociones y regalos afines en conserva, un pequeño cofre de madera. Es un cofre viejo, de madera negra, que tuvo aplicaciones de plata pulida. Antes, al mirarlo, Miguel pensaba de inmediato en la inmortalidad, en sobrevivirlo todo; últimamente, en cambio, piensa en lo inapelable de la muerte, en que si bien Jaime asiente con esa mueca petulante de optimismo cada vez que lo examina y ausculta su billetera, hoy ap***s revive, cada vez peor, la sensación de invulnerabilidad que experimentaba en sus tiempos mozos, cuando, como ahora, abría ese cofre y su alma y su espíritu se estremecían en presencia de su tesoro: oro blanco, oro en polvo, oro blanco en polvo.
En términos de alegría pura, de goce definitivo, ese momento es el único que Miguel podría comparar al de llegar del trabajo a la casa. Algo hondo en su interior rejuvenece; su nariz y su laringe arden con nostalgia, ya solo es cuestión de tomar a pulso la palita que sobresale del montículo, colmarla de ese veneno amigo, y el comunicado oficial dirá que su muerte fue pacífica y que transcurrió en el sueño, el sueño de un país más justo y solidario. Su cortejo fúnebre será multitudinario, tanto o más que el de otros próceres, hijos de la patria; fieles a la tradición —cualquier coincidencia, en este punto, solo podrá ser similitud—, en rincones y esquinas habrá puñados de sátrapas celebrando su muerte, celebrando que por fin está tan mu**to como ellos por dentro; y qué remedio… A ellos dejará, como material de lectura, debajo del amado esposo, amado padre y amado hermano de su epitafio, la suma total de su patrimonio en dólares. Y en Campo Santo, entonces, en espléndidas galas de luto, la María romperá sus votos de silencio y dirá al país, al mundo y la comuna que si le tocase elegir una palabra con la que resumir su muerte, ella, que custodió la ofrenda de su último aliento, que cerró sus párpados con monedas que el Espíritu Santo debió cobrar, porque en un descuido desaparecieron y nadie más volvió a verlas, usaría la misma palabra con la que resumiría su vida, su ser, su constitución misma… Dignidad. Miguel, dirá la María, tuvo una muerte digna.
El corazón de Miguel corre, acelera, bombea recto a los sentidos; vasos y capilares estallan al paso de la sangre: su vista discierne cada ínfimo grano de co***na, su olfato y su gusto clasifican en un orden invisible los metales de su aliento, y su oído, de pronto, capta el ruido sordo de un cuerpo que cae en el salón, amortiguado por la alfombra, y el tañido del cristal de una copa que rueda sobre el parquet sin quebrarse. Un gemido largo se agudiza llamándolo y Miguel, tras apartarse lentamente del cofre, sale sin prisas ni ceremonias del baño, atraviesa el pasillo y encuentra a la María tendida en el piso, junto al bar, riendo mientras estira un brazo para alcanzar la copa que se le resbaló, según balbucea, y la botó de su taburete.
Igual que ayer, hace una semana y un mes, Miguel ayuda a la María a levantarse y arrastrarse al sillón Luis XIV de la suite. Al verla sentada allí, con la melena entre los dedos, Miguel pasa de sentir esa cuota de vergüenza ajena que los años han vuelto costumbre, y que sin lugar a dudas es mutua, a un arrobamiento súbito de amor jovial y piadoso, porque al menos en esa representación cotidiana de la humillación no consigue verse reflejado. No; estando ella ahí, como una matriarca deshecha, ya no es él —el Gran Padre, el Gran Hermano de nuestra República— el chiste de la noche. Es ella: la María, la Gran Madre que en el fondo y en la superficie, con sillón Luis XVI incluido, es la imagen más poderosa que tenemos, quizás, de nuestra democracia. Antes de ir a la cocina, donde hervirá agua para el café y fumará un cigarro como corresponde, Miguel se dará el tiempo de guardar su viejo cofre en su escondite, teniendo en mente, como lo tendrá el día en que nadie lo interrumpa, ese verso de Pablo Cernuda que es, tal vez, honestamente, uno de sus favoritos: qué bella fue la vida, ¡y qué inútil…!
Omar Alarcón Román