12/01/2024
CIUDAD DE POBRES CORAZONES
I
El fútbol, que había surgido en los colegios ingleses, llegó a nuestro país entre finales del siglo XIX y principios del XX, con los barcos que traían británicos para trabajar-vivir en Argentina. Así ingresó desde el puerto de Buenos Aires la práctica de ese juego, luego deporte, que formaba parte de un propósito más grande y ambicioso: educar.
Por eso fue un docente escocés, Alexander Watson Hutton, con la fundación de la English High School (matriz del célebre Alumni Athletic Club) fue el pionero. Lo promovieron porque concebían al deporte —no sólo al fútbol, claro— como una herramienta extraordinaria para completar la formación integral de los alumnos: mente, cuerpo, alma. Un camino recreativo, luego competitivo, para fortalecer el desarrollo físico y espiritual, además del intelectual, dentro del proceso de aprendizaje.
Ha pasado algo más de un siglo desde entonces. El fútbol se hizo masivo y popular, estimulando la promoción de clubes a lo largo de las vías de los ferrocarriles. Luego profesional. En estos ciento y pico años, sobre ese influjo original, se fueron sumando capas geológicas de miles y miles de voces, de cuerpos, de emociones, construyendo una densa trama de amores y un activo intangible de valor en cada uno de esos clubes. Nubes gigantes que condensan esas historias de cada día, en una identidad afectiva, sensible, singular.
Cuando se comenzó a competir por equipos, y aun cuando la actividad todavía se reconocía amateur en aquellos inicios, el dinero ya rondaba por ahí. Era el tiempo del llamado “amateurismo marrón”. Ya se acercaban billetes para sumar a los jugadores buenos, para que algunos rivales fueran “para atrás” y para que algunos árbitros fueran “para adelante”. Fue así desde el principio. Nada nuevo.
II
Hoy, cuando la industria del entretenimiento se va apoderando de casi todo, sentimos cuánto de aquel impulso pedagógico fundacional está en riesgo. En este galope acelerado hacia la nada, los tiburones acechan para desembarcar con las “sociedades anónimas” y apoderarse de esos infinitos tesoros comunitarios; hacerlos (des-hacerlos) mero negocio, tráfico de mercancía, flujo financiero, marketing falopa, usurpación, malversación cultural, guita para unos pocos y consumo berreta para la mayoría.
La sociedad anónima es un dispositivo mercantil, pensado exclusivamente para generar lucro. El ejemplo más capitalista del ámbito empresarial y económico. Su razón de ser y la responsabilidad de sus socios se agota ahí, en eso. Cuando a esa operación de despojo la consideramos posible, hay algo que olvidamos: que ese valor intangible es riqueza colectiva, capital público, patrimonio de la humanidad, no tiene precio.
No tiene precio, no puede tenerlo. Y nadie puede atribuirse el derecho moral de asignarlo. Ningún dirigente circunstancial y efímero tiene esa potestad, por más “legalidad” administrativa que lo “autorice”. Hablamos de un valor de otro orden. Es como si alguien se arrogara la propiedad de Dios para venderlo. Como si el papa Francisco quisiera venderle la religión católica a un jeque árabe y sus fieles creyentes lo consintieran.
Igual, esta degradación crece (como el desierto). Y la profanación acontece cotidianamente, ante “los ojos ciegos bien abiertos”. También sucede con el arte inmortal o en algunas presentaciones de las ciencias. Nosotros, mientras tanto, podríamos desobedecer. Retomar algunas enseñanzas de los antiguos estoicos: más allá de las convenciones que adopte el mundo, podemos no convalidarlas en nuestro corazón. Y mantenernos incólumes a esas contingencias. Una opción ética es la que elegimos por lo que creemos el mejor bien, más allá del cálculo de una victoria, de una conveniencia.
III
Es otra de las máscaras de nuestra pobreza narrativa. El cuento mendigo que nos animamos a contar, antes de acostarnos: asumir, ya sin interrogantes, que eso —generar ganancias, acumular dinero— en vez de ser solo un recurso necesario, sería nuestra finalidad última como humanos. Ya algo peor que el sentido fundamental de nuestras vidas: el único.
Simplemente no podemos imaginar otros modos de existencia. No los podemos concebir. Eso: nos resultan inconcebibles. Esas otras formas para las que también pudimos haber sido creados; otras formas de mirar las cosas, o de quererlas.
Otros modos de habitar esta tierra.