05/12/2023
LA ESPERA Y LAS URGENCIAS
Recuerdo, de pequeño, cómo hacíamos el pan.
Por la noche, antes de acostarnos, mamá dejaba preparada en un fuentón la harina para cuatro o cinco panes grandes. Además descolgaba del alero del rancho un pequeño atado, en el que estaba guardada la levadura reseca. En realidad era un pedazo de masa cruda e incomible que se había extraído de la que fuera destinada al pan horneado en la semana anterior.
Tomaba ese bollo de un color pálido amarillento, y endurecido por estar colgado del alero de la cocina, al aire libre y envuelto en aquel lienzo. Lo colocaba en una taza grande y de boca ancha, echándole un chorro de agua tibia, de la que había sobrado en la pava del mate del atardecer. Luego colocaba la taza sobre la plancha de la cocina económica ya sin fuego, pero con brasas. Ella tendría que conservar la tibieza de la levadura hasta el amanecer.
Y después nos íbamos a dormir.
Muchas veces acompañé a mamá en la liturgia del pan que se realizaba en los amaneceres. Ella me despertaba, y juntos íbamos a la cocina. Nos alumbrábamos con una lámpara de querosén y a mecha, con fino tubo de vidrio y pantalla lateral de hojalata brillante. Yo prendía el fuego amontonando ramitas y astillas sobre un marlo empapado en querosén. Y mientras calentaba el agua en la pavita renegrida, mamá amasaba la harina para el pan.
En un determinado momento, tomaba la levadura. Esta se había convertido en un bollo húmedo, hinchado y frágil. Lo desmenuzaba entre sus manos callosas, desparramándola por sobre la masa y nuevamente comenzaba el trabajo de amasar. Esta operación se repetía varias veces, hasta que masa y levadura quedaban totalmente confundidas en una sola realidad.
Por aquel entonces yo aún no sabía que ese poco de levadura era en realidad un poderoso hervidero de vida, que estallaría prodigiosamente al multiplicarse en la masa. Simplemente le creía a mamá. Me asombraba el cuidadoso respeto en ser fiel a cada gesto de esa liturgia del amanecer. Mientras todos los demás aún dormían, ella realizada aquellos gestos maternales, simples y eficaces.
Limpiaba cuidadosamente por dentro cuatro o cinco recipientes para repartir en ellos la masa. Recuerdo aún esas viejas fuentes, renegridas por fuera, sin enlozado en los lugares donde se veían los machucones. Y entre ellas, algún antiguo envase redondo de dulce de batata.
La cantidad de masa que se colocaba en cada una, no parecía mucha. Apenas un bollo que quedaba ocupando poco espacio en el recipiente. Luego colocaba los cinco moldes en el centro de la mesa y los cubría con cariño con un trozo de manta vieja, que se tenía para eso.
Recuerdo nítidamente ese gesto. Era casi como el que se hacía cada noche cuando se llevaba en brazos a un niño dormido, para dejarlo en su cama. No solo se cubría los moldes con cuidado, sino que se cerraba el par de ventanas, y se trancaba la puerta para evitar que hubiera corrientes de aire. Se echaba bastante astillas en la cocina, para que encendida, mantuviera la tibieza necesaria. En ese ambiente así preparado, algo misterioso iría sucediendo con los panes.
Y ya no había más nada que hacer. La cosa se haría por si misma. Cualquier manipulación hubiera sido un impedimento, y no una ayuda. Tendrían que pasar al menos un par de horas de espera inactiva.
Lo más frecuente era que nos fuéramos nuevamente a dormir. Al menos en invierno. Las urgencias vendrían recién con la luz de la mañana.
Cuando ya amanecía, la cocina era el centro de la reunión que se iba formando con el mate compartido, primer rito familiar de cada día. Desde allí partiría cada uno a su tarea: ordeñar, traer agua, atar los animales, limpiar.
Papá se conseguía un banquito petizón y se colocaba frente al horno, que elevaba su piso de ladrillos a un metro de altura, sostenido por cuatro patas de quebracho fuerte. Lo teníamos a la sombra de un paraíso, entre el portillo y la batea.
Encender el horno también era un rito. Y no cualquiera lo podría hacer bien. De ello dependería que el pan no saliera medio crudo, ni corriera el riesgo de quemarse. La ancha boca del horno se abría hacia el lado del rancho, y en su lomo curvo estaba el respiradero que apuntaba a la copa del árbol, por el lado de atrás. Para el horno no se podía usar combustible. Hubiera dejado mal gusto al pan. Se utilizaba leña seleccionada y cortada de antemano en trozos más bien chicos.
El fuego crepitaba en el interior, calentando las paredes, lo mismo que el piso. Cuando la llama terminaba de iluminar el interior, y solo quedaba un montón de brasas rojas, entonces comenzaban las urgencias.
Para ese momento algo misterioso ya había sucedido con la masa colocada en los moldes. Había crecido tanto, que ocupando todo el lugar disponible, sobresalía por los bordes, hinchando su lomo. Una corteza dura, como si fuera de piel fuerte, cubría toda su superficie. Ese crecimiento siempre me intrigaba, y más de una vez nuestros dedos infantiles se tentaban apretando aquellos lomos hinchados y tersos.
Pero el tiempo apremiaba. Hasta ese momento todo había tenido un ritmo quieto, incluido el largo tiempo de espera en que no había nada que hacer. Pero ahora, de repente, todo adquiría un sentido de urgencia.
Se retiraban del horno las rojas brasas, mediante un palo que tenía en su punta un fleje curvo de hierro. Se las arrastraba hasta la boca del horno dejando que cayeran al suelo, donde inmediatamente eran apagadas con un balde de agua. Calor, humo, v***r: todo se confundía por un momento, desdibujando la figura de papá que en ese momento presidía los ritos del fuego.
Esto se hacía rápidamente y con precisión, a fin de tener todo listo para la llegada de los moldes con la masa leudada. Desde la cocina partíamos los chicos llevando en nuestras manos aquello crecido en la espera del amanecer. Papá los iba colocando en el interior del horno, distribuyéndolos cuidadosamente en el piso caliente, empujándolos con aquella pala curva.
Luego se tapaba la boca del horno con una puertita de madera protegida por una chapa en su parte interior, y envuelta en una arpillera empapada en agua. Un palo afirmado en el suelo, apoyaba su otro extremo en la puerta a fin de mantenerla firmemente cerrada. Un ladrillo, también recubierto de bolsa mojada, cerraba el pequeño respiradero de la parte trasera. Se terminaban de apagar las brasas sacadas del horno. Aquellos carbones servirían luego para ser usados en la plancha con que mis hermanas componían la ropa limpia.
Por un rato aún se veía humear el suelo, junto con la boca y el respiradero del horno. Un olor especial inundaba el patio sombreado de paraísos. Y así todo entraba en la normalidad cotidiana, como si la cosa se hubiera concluido allí. Sabíamos que algo importante y misterioso sucedía dentro del horno, pero a nosotros ya no nos correspondía hacer más nada.
Estaba gestándose el pan.
Ni siquiera se volvía a abrir el horno para observar cómo se iba desarrollando la cocción. Mucho menos hubiera sido posible ya, añadirle fuego o quitarle calor. No cabía para ese entonces otra actitud que la de creer y esperar, al menos en cuanto al pan se refiriera.
Pero en todo lo demás, nuestras manos continuaban comprometidas con las tareas de cada uno. De nada hubiera servido contar al mediodía con el pan si no hubiéramos también ordeñado la vaca, barrido el patio o arado el campo. Había que tener preparada la comida para cuando los mayores regresaran de la chacra y los más chicos se estuvieran preparando para ir a la escuela. La vida continuaba por fuera con la misma intensidad con la que las cosas se desarrollaban dentro del horno. Y exigía la misma fidelidad.
Hacia el mediodía se daba finalmente el encuentro de ambas. Una media hora antes de la comida se abría el horno y se retiraban los moldes calientes, ayudándonos de un trapo para no quemarnos.
Un nuevo aroma llenaba otra vez el patio: el olor a pan recién horneado. Grandes, dorados, humeantes, eran transportados hacia el interior del rancho. Mientras se guardaban tapados con un lienzo los que tendrían que ir siendo consumidos durante la semana, se elegía uno de ello para la mesa de ese mediodía. Cortado en rodajas se compartía, acompañando el guiso fuerte o el estofado de papas, el puchero o la carne asada. Sin pan no hubiera habido comida, o al menos no se la hubiera considerado completa.
Tanto el que estaba en la mesa, como los que se guardaban, eran colocados en la misma posición en que habían sido hechos y horneados. El pan no podía ser colocado boca abajo, sino mirando al cielo. Quizá porque tenía algo de celestial, no se si en su origen o en su destino. Y hubiera sido una grave falta el tirarlo o negárselo a alguien. Ya no nos pertenecía privadamente. Pan cocido no tiene dueño.
Lo sentíamos claramente como un don. Un don sagrado que pedíamos con fe en el Padre Nuestro de cada día, al acostarnos y al levantarnos. Y sin embargo lo sabíamos tan nuestro como lo más cotidiano de nuestra vida.
Mamerto Menapace
de su libro "Esperando el Sol: Reflexiones de Adviento y Navidad"
Patria Grande: Buenos Aires 1994 y vs ediciones; pp. 21 a 29.
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